que no es el que me doy a mí misma,
y que cuando lo dicen
no me doy vuelta,
sino hasta después de un tiempo
en que lo escucho para adentro
y me digo que debería girar la cabeza
por si es a mí a quien llaman.
Me sorprende no forzar mi nombre
para que entre en ese otro.
No cambiar de ropa y de peinado,
o pintarme un lunar y usar anteojos.
Y no sé si es integridad o desconcierto
falta de seriedad o madurez,
pero algo me dice que en el fondo,
los nombres
se transforman y se parecen
a las personas que nombran.
Y no al revés.
Así que veremos
los cambios
que sufrirán los nombres,
los de siempre y los nuevos,
para adaptarse a mí
que soy nombrada por ellos.
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